Estabas empezando a vivir.

Llevabas varios años con tu pareja y, haciendo el cuento de la lechera, decidisteis dar el paso:

Comprar un piso

(si, aunque no lo crean los demás, muchos promotores no nacen ricos)

Ahora lo ves lejano, pero lo recuerdas perfectamente.

Os pusisteis un tope.

Contasteis con ambos sueldos y hablasteis mucho sobre ese límite.

“Ya lo he calculado.

Tú ya estas fija. Yo no sé pero creo que también lo conseguiré.

Los tipos de interés están muy altos pero yo creo que podríamos llegar hasta un piso de tantas mil”

Con toda la ilusión del mundo, empezasteis a buscar.

Sabías lo que queríais: dos habitaciones y si era sin piscina (¡vaya lujo!) que por lo menos fuese con una terraza majica (si, lo escribo en términos maños).

Os acercabais a solares en los que anunciaban: “Nueva Construcción”.

Visitasteis esas promotoras que os recomendaron vuestros padres.

Era así. No había RRSS y todo se descubría por el boca a boca.

Por desgracia, os disteis cuenta que lo que os gustaba estaba fuera de vuestro alcance.

Pero, de repente…

Descubristeis el piso ideal.

Os lo enseñaron con unos planos que olían raro y se desplegaban.

En esa promoción, incluso había una imagen del edificio pintada a acuarela.

Os volvisteis a casa ilusionadísimos. Nada más sentaros, volvisteis a hacer las cuentas. Esta vez con un optimismo más audaz.

Ese piso os había llegado al corazón.

Con una cierta dosis de inconsciencia, decidisteis dar el paso.

Años más tarde, cuando la familia creció, ya no cabíais y lo vendisteis para iros a uno con piscina.

Promotor, piensa en la ilusión de esa pareja que ayer vino a verte.

Refléjate en ellos. Comparte la ilusión.

Enséñales el piso sin escatimar e, incluso, ayúdales a hacer los números.

Ahora nuestros hijos lo tienen más difícil que nosotros. Haz lo que puedas y proyecta tu pasado en su futuro.

Ellos te lo agradecerán y tu crecerás como promotor.

Si haces todo eso, dormirás feliz.

¿No crees?